domingo, 8 de septiembre de 2013

Cerrito al ochocientos



Sin duda un estorbo de ida y definitivamente un estorbo a la vuelta. Un obstáculo.


A la ida porque, como siempre, llegaba con los minutos contados a mi clase de canto allá en Capital y la recorría a los tumbos, corta de aliento, dando zancadas ... A la vuelta, porque el inminente micro de retorno a La Plata le imprimía una premura inusitada a mis pasos, y en un abrir y cerrar de ojos ahí estaba yo en mi parada de siempre frente al Banco Itaú.


Y digo “estaba” porque la irrupción (¿desafortunada?) del Metrobús ha cambiado mi recorrido súbitamente.  Puff, cortina de humo y “chau chau adiós” a la parada de Cerrito entre Córdoba y Viamonte. Ya son más de las trece y en la flamante Marcelo T. de Alvear y 9 de Julio, espero.


La agitación de los pasajeros en la cola me advierte que el colectivo es ya una mancha rojiza divisible a lo lejos. De golpe y porrazo: nudo en el estómago. Un terrible presentimiento, una temida convicción se apodera de mí: he perdido algo por el camino, algo se me ha caído, ¡algo me falta! Cual pájaro carpintero, mi cabeza comienza a martillar: billetera, tapado, celular; billetera, tapado, celular, chalina; billetera, tapado, celular, chalina, anteojos de sol...


A bordo del micro, tardo sólo algunas cuadras en caer en la cuenta. Para Avenida de Mayo el asunto parece lógico, matemático. Y es que ahora que nada me ata a ella me invade una profunda nostalgia.  Ahora, sin quererlo, la extraño.


Cerrito entre Córdoba y Paraguay. Una cuadra como cualquier otra. A metros del Obelisco, del emblemático Teatro Colón y mil lugares seguramente más interesantes…¿tiene algo de especial esa cuadra?


Durante años la recorrí absorta, ensimismada, levantando la vista sólo para no darme de frente con algún turista extraviado, o procurando esquivar al botones frente al Hotel Presidencial a mitad de cuadra. Me recuerdo, a la vez, girando la cabeza insistentemente (no sea cosa que se escabulla el micro entre la nube gris de smog y la furiosa estampida de motos, camiones y taxis).


¿En qué estaría pensando la última vez que la caminé? Resulta increíble imaginar que ya no me detendré en sus quioscos de revista, uno en cada esquina como puestos obligatorios de peaje. Amplias y grises, ya no deberé sortear sus tres baldosas flojas los días de lluvia, ni me mojará la molesta llovizna artificial de sus aires acondicionados. Ya no envidiaré a los señores de bigotes plácidamente acurrucados en sus sillas de madera y lona colorada (a esa hora la vereda es una fiesta de sol, tinta fresca de diario matutino y aroma a café).


Pavadas. Nimiedades.


Y es que, tristemente, la inercia de los hábitos nos hace impermeables a su exquisita precisión, su abundante previsibilidad. Ya lo observó agudamente Borges en su poema “Límites”: la experiencia humana tiene término y medida. Estamos sujetos a un constante devenir de despedidas, la gran mayoría impensadas y casi imperceptibles. Y son, creo yo, los pequeños gestos, los que a fuerza de tedio y rutina dejamos pasar inadvertidos - aquellos que constituyen el invisible tramado de lo cotidiano - los que seguramente más añoraremos al ser convidados con un adiós...


Las chimeneas de YPF señalan el final de la autopista Buenos Aires-La Plata. Se ha hecho corto mi viaje de vuelta. Imperceptiblemente, ha llegado también a su fin. Tratando de revivir algún verso de uno de mis poemas favoritos del célebre autor me he despedido, sin saberlo, de la gran urbe y su Cerrito al ochocientos …Si mal no recuerdo, creo que decía algo así:


Límites


De estas calles que ahondan el poniente,
una habrá (no sé cuál) que he recorrido
ya por última vez, indiferente
y sin adivinarlo, sometido


a Quien prefija omnipotentes normas
y una secreta y rígida medida
a las sombras, los sueños y las formas
que destejen y tejen esta vida.


Si para todo hay término y hay tasa
y última vez y nunca más y olvido
¿quién nos dirá de quién, en esta casa,
sin saberlo, nos hemos despedido?


Tras el cristal ya gris la noche cesa
y del alto de libros que una trunca
sombra dilata por la vaga mesa,
alguno habrá que no leeremos nunca.


Hay en el Sur más de un portón gastado
con sus jarrones de mampostería
y tunas, que a mi paso está vedado
como si fuera una litografía.


Para siempre cerraste alguna puerta
y hay un espejo que te aguarda en vano;
la encrucijada te parece abierta
y la vigila, cuadrifronte, Jano.


Hay, entre todas tus memorias, una
que se ha perdido irreparablemente;
no te verán bajar a aquella fuente
ni el blanco sol ni la amarilla luna.


No volverá tu voz a lo que el persa
dijo en su lengua de aves y de rosas,
cuando al ocaso, ante la luz dispersa,
quieras decir inolvidables cosas.


¿Y el incesante Ródano y el lago,
todo ese ayer sobre el cual hoy me inclino?
Tan perdido estará como Cartago
que con fuego y con sal borró el latino.


Creo en el alba oír un atareado
rumor de multitudes que se alejan;
son lo que me ha querido y olvidado;
espacio y tiempo y Borges ya me dejan.