sábado, 19 de noviembre de 2011

Lo bueno se hace esperar

Globos de colores, torta con velitas: fiesta de cumpleaños de una vecina. Yo, apenas unos ocho años. De repente, se hace un anuncio especial: “vamos a hacer una rifa; agarren un numerito, no se agolpen que hay para todos.”  A mi izquierda el treinta y cuatro se come las uñas; a la derecha, la veintisiete relojea mi número al tiempo que me recuerda: “seguro que el premio me lo saco yo.” La tensión escala, el silencio es abrumador; la victoria, inminente: vamos el quince, aguante el quince, vamos que sale.

“Nueve, cuarenta y uno, once, dieciocho...”: entregan todo tipo de muñequitos. Yo me antojé con una pitufina divina, ¡ojalá que me la saque! “Veintitrés, trece, veintisiete....” Del quince ni noticias, pero es sabido que la esperanza es lo último que se pierde... Ya se entregan golosinas en vez de muñecos y la pitufina ya tiene dueña: la veintisiete se la llevó nomás (ojalá que se la confunda con una golosina y se atragante).

“Cuarenta y ocho, cinco, cincuenta y cuatro...” Qué yeta el quince, número de  porquería, para colmo las golosinas son cada vez más diminutas: ¡al veintidós le tocó conformarse con tres caramelos sueltos! En fin, a esta altura casi todo el mundo está o jugando con sus muñequitos o masticando... Resignada, me guardo el número en el bolsillo hecho un bollito (no vale la pena romperlo, ya que esperé todo este tiempo...) ¿Cuántos números quedan? Ya me tiene que tocar. Los números siguen cayendo como papel picado. Hasta que finalmente... ¡QUINCEEE!

Última. Sí. ¡Quedé ULTIMAAAAAAAAAAAAAAAA!!!!

Trágame tierra. Me dan ganas de esconderme debajo de una mesa. Sin embargo,  la veintisiete, pitufina en mano (que lamentablemente no se tragó), me señala socarronamente: “¡Ella! ¡Ella! ¡Acá está!”. Roja como un tomate, me abro paso entre la marea de niños ( y muñequitos y golosinas) y me dispongo a entregar mi número. Inmediatamente,  piden silencio para anunciar algo.  Al grito de la lechuza dice shhhh, logran aplacar un tanto el bullicio reinante, lo suficiente como para lograr distinguir las increíbles diez siguientes palabras: “.. premio mayor …reservado para ... final, los anteriores ...sólo premios consuelo!”

¡Para qué te cuento! La veintisiete me clava una mirada furiosa y revolea cual frisbee a la pitufina (si mal no recuerdo, fue a parar a la boca de una de las mascotas, destino trágico el del suspirito azul). Se producen, además, efusiones de descontento generalizado pero yo casi ni me entero: estoy muy entretenida con mi  bolso transparente, divino con imagen de Winnie the Pooh y todo...

Dicen que el que espera desespera. En ese momento era chica, y medio ansiosa. No sabía  que la vida está de algún u otro modo signada por la espera. Esperar que pase la lluvia, que llegue el fin de semana; esperar a los micros, a que se haga la comida. Después hay inclusive una espera peor, la que nos autoimponemos sin saberlo: la espera, por ejemplo, del artista, que ansía ser descubierto mágicamente por un otro. Esa clase de espera te deja inmóvil, acorralado, como si no tuvieras un mínimo de control sobre esa porción íntima de la existencia que te permite, armado de coraje, seguir de una vez y por todas el camino del propio deseo.  

Supongo que toda espera es, en algún punto, la espera de un otro. A veces, las menos de las veces,  la suerte está realmente en otras manos, y ahí no queda más que confiar en la providencia y esperar lo mejor. No recuerdo qué fue del bolsito de Winnie the Pooh, pero hoy de aquel episodio de mi infancia conservo algo así como un premio moral: un galardón a la constancia, a la paciencia. Me gusta pensar que si uno es consecuente y no se muerde los codos, las cosas llegan. En una de esas hay un orden en el aparente caos; quizá tenemos el número ganador en el bolsillo y aún no lo sabemos, ¿quién sabe? Dicen que lo bueno se hace esperar...

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