Globos
de colores, torta con velitas: fiesta de cumpleaños de una vecina. Yo, apenas unos ocho años. De repente, se hace un anuncio especial: “vamos a
hacer una rifa; agarren un numerito, no se agolpen que hay para todos.”
A mi izquierda el treinta y cuatro se come las uñas; a la derecha, la
veintisiete relojea mi número al tiempo que me recuerda: “seguro que el
premio me lo saco yo.” La tensión escala, el silencio es abrumador; la
victoria, inminente: vamos el quince, aguante el quince, vamos que sale.
“Nueve,
cuarenta y uno, once, dieciocho...”: entregan todo tipo de muñequitos.
Yo me antojé con una pitufina divina, ¡ojalá que me la saque!
“Veintitrés, trece, veintisiete....” Del quince ni noticias, pero es
sabido que la esperanza es lo último que se pierde... Ya se entregan
golosinas en vez de muñecos y la pitufina ya tiene dueña: la veintisiete
se la llevó nomás (ojalá que se la confunda con una golosina y se
atragante).
“Cuarenta
y ocho, cinco, cincuenta y cuatro...” Qué yeta el quince, número de
porquería, para colmo las golosinas son cada vez más diminutas: ¡al
veintidós le tocó conformarse con tres caramelos sueltos! En fin, a esta
altura casi todo el mundo está o jugando con sus muñequitos o
masticando... Resignada, me guardo el número en el bolsillo hecho un
bollito (no vale la pena romperlo, ya que esperé todo este tiempo...)
¿Cuántos números quedan? Ya me tiene que tocar. Los números siguen
cayendo como papel picado. Hasta que finalmente... ¡QUINCEEE!
Última. Sí. ¡Quedé ULTIMAAAAAAAAAAAAAAAA!!!!
Trágame
tierra. Me dan ganas de esconderme debajo de una mesa. Sin embargo, la
veintisiete, pitufina en mano (que lamentablemente no se tragó), me
señala socarronamente: “¡Ella! ¡Ella! ¡Acá está!”. Roja como un tomate,
me abro paso entre la marea de niños ( y muñequitos y golosinas) y me
dispongo a entregar mi número. Inmediatamente, piden silencio para
anunciar algo. Al grito de la lechuza dice shhhh,
logran aplacar un tanto el bullicio reinante, lo suficiente como para
lograr distinguir las increíbles diez siguientes palabras: “.. premio
mayor …reservado para ... final, los anteriores ...sólo premios
consuelo!”
¡Para
qué te cuento! La veintisiete me clava una mirada furiosa y revolea
cual frisbee a la pitufina (si mal no recuerdo, fue a parar a la boca de
una de las mascotas, destino trágico el del suspirito azul).
Se producen, además, efusiones de descontento generalizado pero yo casi
ni me entero: estoy muy entretenida con mi bolso transparente, divino
con imagen de Winnie the Pooh y todo...
Dicen
que el que espera desespera. En ese momento era chica, y medio ansiosa.
No sabía que la vida está de algún u otro modo signada por la espera.
Esperar que pase la lluvia, que llegue el fin de semana; esperar a los
micros, a que se haga la comida. Después hay inclusive una espera peor,
la que nos autoimponemos sin saberlo: la espera, por ejemplo, del
artista, que ansía ser descubierto mágicamente por un otro. Esa clase de
espera te deja inmóvil, acorralado, como si no tuvieras un mínimo de
control sobre esa porción íntima de la existencia que te permite, armado
de coraje, seguir de una vez y por todas el camino del propio deseo.
Supongo
que toda espera es, en algún punto, la espera de un otro. A veces, las
menos de las veces, la suerte está realmente en otras manos, y ahí no
queda más que confiar en la providencia y esperar lo mejor. No recuerdo
qué fue del bolsito de Winnie the Pooh, pero hoy de aquel episodio de mi
infancia conservo algo así como un premio moral: un galardón a la
constancia, a la paciencia. Me gusta pensar que si uno es consecuente y
no se muerde los codos, las cosas llegan. En una de esas hay un orden en
el aparente caos; quizá tenemos el número ganador en el bolsillo y aún
no lo sabemos, ¿quién sabe? Dicen que lo bueno se hace esperar...
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